Nacional
La ira de un pueblo estalla en Culiacán tras el asesinato de dos niños

En el corazón de Culiacán, Sinaloa, una tormenta de indignación y dolor se desató como un huracán imparable. La muerte de dos inocentes, Gael y Alexander, de apenas 12 y 9 años, había dejado una herida profunda en el alma de la ciudad. La madrugada del domingo 19 de enero, mientras viajaban con su padre, Antonio, por el Bulevar California, un intento de robo de vehículo se convirtió en una tragedia que sacudió los cimientos de la comunidad.
La llama de la justicia, apagada por la impunidad, se encendió con furia este jueves. Miles de almas marcharon desde la Primaria Sócrates, donde los pequeños habían dejado sus risas y sueños, hasta el mismísimo Palacio de Gobierno. Las calles resonaron con gritos desgarradores, consignas que exigían justicia y la renuncia del Gobernador Rubén Rocha Moya, cuya ausencia en ese momento crítico solo avivó las llamas de la ira.
El Palacio de Gobierno, símbolo de poder y orden, se convirtió en el escenario de un caos épico. Mujeres y hombres, con el corazón roto y las manos temblorosas, irrumpieron en las oficinas del mandatario. Los cristales estallaron como lágrimas de vidrio, las paredes de tablaroca cayeron como castillos de naipes, y el mobiliario fue reducido a escombros en un acto de desesperación. Tres pisos de destrucción, un grito ahogado de un pueblo que ya no podía soportar más.
En el tercer piso, donde el Gobernador debía estar, un grupo de manifestantes contempló la idea de incendiar el lugar, como si el fuego pudiera purgar el dolor. Pero otros, con lágrimas en los ojos, se opusieron, recordando que la violencia no era el camino. La tensión en el aire era palpable, como si el destino de Culiacán pendiera de un hilo.
La marcha, que había comenzado como un llamado pacífico, se transformó en un acto de rebeldía contra un sistema que había fallado a sus ciudadanos más vulnerables. Las autoridades locales, mientras tanto, intentaban mantener el orden, pero la herida era demasiado profunda, el dolor demasiado grande.
En las redes sociales, las imágenes de los destrozos y los rostros de los manifestantes se viralizaron como un eco de una tragedia que resonaba más allá de las fronteras de Sinaloa. El asesinato de Gael y Alexander no era solo un crimen, era un símbolo de un sistema roto, de una sociedad que clamaba por un cambio.
Y así, en medio del caos y la destrucción, Culiacán se convirtió en el escenario de una batalla épica: la lucha de un pueblo por la justicia, por la memoria de dos niños cuyas vidas fueron arrebatadas demasiado pronto. El mundo observaba, expectante, mientras la ciudad luchaba por encontrar algo de luz en medio de la oscuridad.